DE RONCESVALLES A COMPOSTELA ENTRE PAÑALES - OLGA, FELIX, EMMA Y TELMO

Mis amigos Olga y Félix, que son unos campeones,  se lanzaron hace unos meses a una aventura flipante.
Hicieron el Camino de Santiago con los "peques" y allá por mayo les hicieron este reportaje en el Diario de Pontevedra que quieren compartir con todos vosotros.


DIARIO DE PONTEVEDRA - 22 DE MAYO DE 2011
Marta Balo
Fotografías OF

Recorrer en 24 días los 740 kilómetros que separan Roncesvalles (Francia) de Santiago de Compostela a pie no está al alcande de todos, pero si se hace con dos bebés de 20 y 4 meses respectivamente se convierte ya en una heroicidad. Félix Bustillo y Olga González, junto con sus dos hijos, Emma y Telmo, son los protagonistas de este particular peregrinaje a la tumba del Apóstol entre pañales, biberones y paradas obligatorias en los parques infantiles.

La aventura de una pareja de jóvenes vascos con raíces pontevedresas que ha realizado el Camino Francés a pie con sus dos hijos de tan solo 20 y 4 meses.

Tenían tiempo, ganas y, como buenos vascos, fruto de su afición al monte, las tablas suficientes para afrontar los 740 kilómetros que separan Roncesvalles de Santiago de Compostela. Pero, a diferencia de la mayoría de peregrinos que se deciden a pasar cerca de un mes de su vida caminando con la casa a cuestas, Félix Bustillo y Olga González, de 37 y 34 años respectivamente, decidieron emprender el Camino Francés con un equipaje extra: Emma y Telmo, sus dos hijos de 2o y 4 meses, respectivamente. «No los podíamos dejar solos, así que los tuvimos que traer», bromea Félix, natural de LLodio (Álava), desde la Praza do Obradoiro.

Tras 24 días han llegado a la meta y, como si fuera consciente de su hazaña, el más emblemático de los escenarios compostelanos, recibe a los cuatro peregrinos con especial algarabía. Sentados en el suelo de piedra, transformado para ellos en un cómodo y mullido sofá, Félix y Olga disfrutan del ambiente de la plaza y de la grandiosidad de la Catedral. Aunque cubierta con un cielo blanquecino, les parece hoy más majestuosa que nunca. A su lado, Telmo, acostado en la silla biplaza que durante el viaje ha compartido con su hermana, asiste sin enterarse, pero complacido, al final de una aventura de la que a lo largo de su vida tendrá que oír muchas historias. Emma, por su parte, tampoco es consciente de que se han acabado los días sin juguetes y guardería y corretea por la plaza plácidamente instalada en ese constante ir hacia adelante que en el último mes se ha convertido en su rutina.

Cerca de ellos, resiste en perfectas condiciones -tras una pequeña reparación durante el trayecto- el artilugio en el que transportan todas sus pertenencias: «Es un carro de bici al que le soldé unos tubos de hierro para poder tirar de él. Revisé muchísimas webs pero no había nada. Al final, tomé como modelo los que usan en el Polo Norte. Por el camino he visto adaptaciones populares pero ninguno igual», explica Félix.

Ahora apenas le prestan atención. «Nadie lo va a coger. Quién va a querer ir tirando de eso», señala entre risas. «Además, no hay gran cosa: tres mudas de ropa cómoda y ligera para cada uno, salvo para Telmo que tiene alguna más; una moto de juguete y un biberón para Emma -el benjamín toma pecho- , ‘Apiretal’ y poco más. Los pañales y el resto de las cosas que necesitábamos las íbamos comprando por el camino», cuenta Olga, nacida en Donosti pero hija y nieta de meañeses por vía materna.

Con ese equipaje, tras recabar información sobre el itinerario a seguir en la Asociación de Amigos del Camino de Santiago de Bilbao, emprendían el viaje con una única premisa: «Si los niños se ponen mal, nos damos la vuelta».

Pero los niños no solo aguantaron sin quejarse cada una de las etapas, sino que incluso se pusieron más fuertes. «No hemos tenido que usar para nada el ‘Apiretal’. A Emma, que tenía muchos mocos, hasta se le han quitado. Además, le ha venido muy bien para aprender a tratar con la gente», destaca la madre de la pequeña. Tanto es así que la primogénita se convirtió, según sus padres, en la «relaciones públicas de la familia». «Todos se paraban con ella. En varios sitios la invitaron a comer y en León le regalaron un caballito de juguete», relata Olga. Con ese obsequio, un pequeño muñeco de Micky que le acompañó desde la partida y la moto, Emma vio satisfechas parte de sus necesidades de ocio. Del resto se encargaron sus padres. «Cuando veíamos un parque, sabíamos que era una parada obligatoria», señala Félix. En ese sentido, Telmo no generó problemas. «Lo suyo, de momento, es comer y dormir», precisa su madre. Y si los niños no se quejaron, sus padres, como jefes de la expedición, no podían ser menos. «Hemos visto a la gente con los pies muy mal, pero nosotros no hemos tenido ni ampollas ni nada», precisa Olga. Solo a su paso por Palencia tuvieron un «punto bajo». «Se rompió una soldadura del carro, hubo que hacer ocho kilómetros renqueando, empezó a llover, Olga tuvo una pequeña tendinitis...», relata Félix sin darle importancia.

La rutina | La planificación ha sido, en su opinión, la clave de su éxito. «Teníamos una rutina muy marcada. Normalmente nos levantábamos a las cinco de la madrugada, empezábamos la ruta a las seis, hacia las diez parábamos una hora, caminábamos otras dos, parábamos al mediodía y alrededor de las cuatro de la tarde terminábamos la etapa. Aproximadamente hacíamos 30 kilómetros diarios», explica Félix. «Hay que ponerse una disciplina y si un día haces 20 kilómetros, al otro 40», recalca.

Paradójicamente, la rutina fue también su principal enemiga. «Durante 24 días tu vida consiste en caminar, parar y volver a caminar», indica Félix. Y, al contrario de lo que pudiera parecer, la presencia de los niños hace que la situación sea aún más envolvente. «Ellos requieren tu atención constantemente, sobre todo Emma. No hemos tenido ni un rato de tregua. Ni un solo minuto para leer el periódico con tranquilidad. Cuando llegábamos al albergue mientras uno se duchaba, el otro se quedaba con los niños y la mitad de los días nos quedábamos fritos mientras los dormíamos», cuenta Félix.

Por eso las nuevas amistades hechas durante el Camino o las visitas que han salido a su encuentro eran recibidas como una jarra de agua en el desierto. «En Melide nos visitaron unos amigos que tienen una niña y ese rato fue una maravilla. Nos ayudó a romper la monotonía», resalta Félix.

Aparte de la rutina, solo alguna que otra mala experiencia en los albergues enturbió su peregrinaje. «Hemos visto la parte mala del Camino. En algunos sitios quisieron cobrarnos de más y te das cuenta de que también es un negocio», lamenta Olga. «Pero hay otras cosas que lo compensan -interviene Félix-. Además, la mayoría de las personas se portaron de maravilla. Sin duda, la gente que te vas encontrando, tanto los profesionales como los peregrinos, es lo mejor del Camino. Era increíble ver cómo se emocionaban con los niños». Sobre la belleza del itinerario, los dos coinciden: «La parte gallega es, con diferencia, la más bonita», aunque «también la de mayor dificultad», matiza Olga. «Tuvimos que atravesar riachuelos con unos pedruscos...», añade.
A medida que se aproximaban a Compostela, aumentaba «el subidón»,  pero también las ganas de regresar a casa. «Son 24 días diciendo ‘voy a Santiago, voy a Santiago’ y cuando por fin te acercas sientes un alivio increíble», asegura Félix. «Sobre todo porque la vuelta está más cerca. Después de tantos días ya tienes muchas ganas de volver y recuperar la normalidad. A Emma también le hace falta porque se ha acostumbrado a otras cosas y echa en falta estar con niños», confiesa Olga.



Para el último día se reservaron una etapa corta. A las 6 de la mañana partieron desde Pedrouzo, a 20 kilómetros de Santiago, y a las 10 pisaban, por fin, el Obradoiro. Además de un temprano bronceado, en su equipaje llevan ahora una colección de imágenes y recuerdos. Ha sido «una experiencia dura, pero muy bonita» que, aunque por otros parajes, sin duda, repetirán. «Estamos unidos a los niños irremediablemente», concluyen.








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